El rol de los jueces en un Estado de Derecho es crucial. Se trata de personas investidas de la autoridad legítima para impartir justicia, es decir, aquellos que tienen la capacidad de reconocer a cada quien su propio derecho, como diría Ulpiano. No es una labor menor en una sociedad donde, teóricamente, todos somos iguales y nuestras causas no deberían ser resueltas por terceros ajenos a ellas, lo que en últimas realza la gestión jurisdiccional.
Históricamente, los jueces han sido exaltados como auténticos líderes de sus comunidades, desde las más primitivas hasta las actuales. Se les ha reconocido no solo la capacidad de aplicar un conjunto de leyes emitidas por el legislador, sino también la responsabilidad de interpretarlas según cada caso particular. Su papel trasciende la simple aplicación normativa; encarnan el equilibrio de poderes y están llamados a evitar la arbitrariedad, el abuso del derecho y las vulneraciones a los derechos fundamentales.
Sobre esta base, los funcionarios judiciales han sido vistos como personas con capacidades excepcionales para discernir lo justo y cuya autoridad debe ser respetada, incluso cuando sus decisiones no sean compartidas. Esta percepción no solo legitima el sistema judicial, sino que también fortalece la estructura del Estado de Derecho, asegurando que las normas, al ser aplicadas, sean acatadas.
Este reconocimiento al juez ha servido como argumento principal para justificar el antiguo aforismo iura novit curia, que indica que el juez conoce el derecho. A partir de esta premisa, se concluye que el juzgador domina con suficiencia el ordenamiento legal y que lo aplicará incluso cuando las partes no mencionen una norma o no la interpreten de forma adecuada. Para darle alcance a este principio, la Corte Constitucional ha señalado que se trata de una obligación del juez:
“El principio de iura novit curia es la obligación que tiene el juez de manera general, sin excepción de jurisdicción o clase de proceso, de aplicar las normas y el desarrollo jurisprudencial acorde con el caso sobre el cual cae su decisión. Es decir, que las partes no están obligadas a indicar el único o exclusivo régimen de responsabilidad o normas al respecto, sino que el juez debe analizar las circunstancias fácticas y las posibilidades que le ofrecen el campo normativo y el desarrollo jurisprudencial”.
Si bien esta obligación es inherente a la función judicial, lo cierto es que esperar que un juez conozca la totalidad del ordenamiento jurídico y lo interprete con absoluta precisión es, cuando menos, una idea inalcanzable. No porque carezca de capacidad para aplicar la norma correspondiente, sino porque resulta cuestionable que pueda comprender en toda su extensión la finalidad de cada disposición y la esencia de cada institución jurídica, tanto sustantiva como procesal. Cada arista del derecho tiene su historia, su base dogmática y su razón de ser y en un contexto donde el conocimiento es cada vez más fragmentado, la práctica demuestra lo irrealizable de tal expectativa.
A esto se suma la saturación normativa a la que están expuestas nuestras sociedades. La emisión masiva de leyes que buscan condicionar el comportamiento social mediante artículos y parágrafos genera un ordenamiento jurídico abrumante y permanentemente dinámico. Incluso el jurista más preparado enfrentará límites ante la cantidad de normas vigentes y sus múltiples interpretaciones posibles. Por más que los jueces ostenten un merecido reconocimiento y notabilidad en la sociedad, no dejan de ser humanos, y la falibilidad es inherente a su condición.
En este contexto, resulta pertinente cuestionar si la interpretación que la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia ha otorgado al principio iura novit curia responde a la realidad del ejercicio judicial. Pretender que el juez penal, además de conocer con precisión cada delito diseñado por el legislador, las bases dogmáticas de la ley penal, las reglas procesales del Código de Procedimiento Penal y las disposiciones constitucionales, domine simultáneamente el ordenamiento ambiental, territorial, financiero, administrativo, contractual, comercial, aduanero, laboral y demás ramas del derecho, es desconocer la complejidad del sistema de justicia.
A pesar de ello, la jurisprudencia de la Sala Penal ha sido tajante en negar la posibilidad de admitir testigos expertos en derecho dentro de un proceso penal, bajo el argumento de que es el juez quien debe interpretar la ley sin necesidad de asesoramiento especializado, advirtiendo incluso que una postura diversa atenta contra la independencia judicial:
“Para la aducción de testigos expertos, pero en derecho, la jurisprudencia de la Sala Penal ha sido preponderante en cuanto a su improcedencia, bajo el entendido de que es al juez a quien compete valorar jurídicamente los hechos demostrados en el proceso, interpretar la ley y determinar su alcance hermenéutico frente a un caso en concreto. Luego, siendo el funcionario judicial experto jurista, resulta inadmisible el testimonio de otro que lo guíe o ayude al momento de establecer temas jurídicos relevantes para resolver el asunto.
Admitir lo contrario, esto es, la práctica del testimonio de un experto en derecho que asigne las consecuencias jurídicas a los supuestos de hecho debatidos, sería desconocer la independencia y autonomía de los jueces en sus decisiones, prevista en el artículo 228 de la Carta Política[1]”.
Sin embargo, esta postura ha encontrado un importante contrapeso en un salvamento de voto emitido por la Sala Especial de Primera Instancia de la Corte Suprema de Justicia, que reconoció la complejidad del proceso contractual estatal y la necesidad de contar con expertos en ciertos casos:
“No puede desconocerse la complejidad del proceso contractual estatal, la que se incrementa por la envergadura del tema que aquí interesa y, atendiendo el punible enrostrado (contrato sin cumplimiento de requisitos legales), resulta evidente que es posible acudir a personas claramente conocedoras de la materia, que hubiesen examinado los trámites emprendidos por el ente territorial objeto de acusación, para que expresen, a la luz del análisis que realizaron, el entendimiento que alcanzaron. Es decir, que se le permita a la defensa acreditar que la interpretación que realizó el ente fiscal no es la única y viable[2]”.
Desde luego, permitir la intervención de peritos en derecho dentro de un proceso penal no busca condicionar el pensamiento del juez ni reemplazar su rol en la toma de decisiones. Se trata, más bien, de exponer una interpretación posible de la norma para que el juzgador, en ejercicio de su función constitucional y legal, valore si es jurídicamente válida y puede constituir un elemento relevante en la resolución del caso.
Entonces, mal se hace en considerar que la exposición de una postura jurídica es un condicionante para el juzgador, pues al igual que otros estudios expertos, de lo que se trata es de ilustrar de aspectos especializados que demandan un esfuerzo adicional en la explicación. De igual forma, de no encontrarlo convincente o razonable al momento de valorar la prueba, se impondrá el desecho de la prueba o su negativo examen, sin que sea exigible del
En un proceso penal que presume regirse por la libertad probatoria, resulta inaceptable que el conocimiento limitado del juzgador en una materia jurídica específica condicione a las partes o que se espere que, en medio de la sobrecarga judicial, profundice minuciosamente en cada tema para resolver un caso. No se trata de imponerle una única perspectiva al juez ni de encasillar su razonamiento, sino de abrir el espacio para distintas formas de interpretar y comprender la realidad jurídica. Porque si los jueces son vistos como figuras de capacidades excepcionales, entonces su mayor virtud no debería ser el pensamiento dirigido, sino la capacidad de ver más allá de lo evidente.
[1] Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Penal. Rad. 65.061.
[2] Corte Suprema de Justicia. Sala Especial de Primera Instancia. Rad. 00403.