En este espacio dedicado al estudio del derecho penal, hemos orientado nuestras reflexiones desde una perspectiva procesal, con el propósito de comprender, paso a paso, cómo un ciudadano puede verse enfrentado al poder punitivo del Estado.
Nos hemos detenido en los escenarios más tempranos del proceso penal: la indagación preliminar, sus tiempos, los requisitos para su desarrollo, el inicio formal del proceso y la audiencia de formulación de imputación. Cada una de estas etapas ha sido objeto de análisis en este blog, con la intención de aportar a la construcción de un conocimiento técnico, riguroso y accesible sobre nuestro sistema de enjuiciamiento criminal.
Sin embargo, antes de que el proceso penal pueda atribuir responsabilidad, debe contestar una pregunta previa e ineludible: ¿Qué es exactamente lo que el derecho penal considera una conducta jurídicamente relevante? No se trata de una pregunta abstracta. Es una cuestión concreta que delimita el alcance del poder punitivo: no toda acción humana, por reprochable o indeseable que parezca, puede convertirse en delito.
En esta nueva entrada damos un paso hacia la dogmática penal sustantiva para examinar los criterios que permiten identificar cuándo una conducta puede ser considerada penalmente relevante. Analizaremos los elementos de la causalidad y la imputación objetiva como filtros jurídicos que permiten excluir la mera causalidad natural o la simple participación en un resultado. Solo cuando concurren ciertos elementos normativos, la conducta de un ciudadano puede ser atribuida a título de injusto.
Este análisis no solo es técnico, sino esencial para la garantía de los derechos: delimitar qué puede ser castigado es también una forma de proteger lo que no debe serlo.
En seguimiento del propósito propuesto, lo primero que debemos reafirmar es que nos encontramos ante un derecho penal de acto y no de autor. Es decir, lo que el poder punitivo del Estado persigue es la ejecución de comportamientos por parte de individuos, no su pensamiento, pues resultaría contradictorio que un Estado ampare derechos como el libre desarrollo de la personalidad o la libertad de expresión, pero castigue que una persona piense de determinada forma.
De allí se extrae el adagio cogitationis poenam nemo patitur, entendido como “nadie sufre pena por su pensamiento” o también como “el pensamiento no delinque”, a partir del cual se refleja el carácter liberal del derecho penal, pues se enfilan todas las baterías del gran poder punitivo del Estado hacia comportamientos humanos tangibles.
Ahora bien, como lo expone el profesor Juan Fernández Carrasquilla, afirmar que el derecho penal solo se ocupa de la conducta humana no introduce, por sí solo, una limitación sustancial al poder punitivo, pues cualquier movimiento humano podría ser catalogado como acción. En palabras del profesor:
“Si no se le caracteriza o especifica debidamente, adaptándolo a las necesidades de un derecho penal democrático, el concepto categorial de acción no introduce prácticamente ninguna limitación. Si, en efecto, el delito tiene que consistir en una acción, pero cualquier movimiento humano puede ser calificado de tal manera, la ley penal no encuentra en dicho concepto ningún tope. Es necesario, entonces, que el concepto de acción ponga al legislador penal la primera e irrebasable talanquera. De modo que por lo menos algunas cosas queden definitivamente por fuera del poder punitivo, a saber, las cosas no humanas, los sucesos humanos desconectados del control consciente y los que no constituyen una acción social, tales como los fenómenos anímicos, el carácter y el modo de ser de la persona, las actitudes de la conciencia moral, los ejercicios y contenidos del pensamiento como tal, los movimientos reflejos por sí mismos, las acciones que no trascienden la esfera de la intimidad de las personas y que no vulneran bienes ajenos, la ideología personal, las opiniones, las fallas y deficiencias de la individualidad, los hechos inocuos…”
Puede afirmarse entonces que la conducta relevante para el derecho penal no solo constituye su eje estructural, sino que es el objeto mismo de regulación. Por eso no se entiende como una categoría dogmática aparte, sino como la materia prima de valoración: no hay delito sin acción.
Es imprescindible delimitar el contenido de esta categoría. Su estudio, sin duda, ha de ser pre-típico, es decir, anterior incluso al análisis de si el comportamiento es típico o antijurídico. De nada valdría revisar si se trata de un comportamiento penalmente relevante si, en realidad, no existe una conducta voluntaria que lo fundamente. Inane resultaría activar el sistema judicial sin ese presupuesto básico.
Entonces, la conducta que interesa al poder punitivo es una actuación (activa u omisiva) que, por sus particularidades, pone en peligro o lesiona bienes jurídicos tutelados por el legislador. Aun así, incluso cumpliendo esas condiciones, no toda conducta importa al poder punitivo. No le interesa perseguir el pensamiento de las personas (cogitationis poenam nemo patitur), tampoco la conducta desplegada por personas jurídicas (societas delinquere non potest, al menos por ahora), ni aquellas provocadas por una fuerza irresistible (vis absoluta). Tampoco interesa el comportamiento de animales, salvo cuando actúan instrumentalizados por un ser humano, ni los hechos derivados de fuerza mayor o caso fortuito.
Entonces, ¿qué conducta estudiamos en nuestro sistema punitivo? Juan Fernández Carrasquilla lo delimita con claridad:
“… puede concluirse que la acción (en el sentido amplio de conducta) que está en la base del derecho penal, es una manifestación social de la voluntad o la posibilidad no ejercitada de la misma, dirigida por el agente hacia la realización de un objetivo que la persona se ha propuesto como fin y al mismo tiempo erigido como motivo por virtud del valor que el intelecto le asigna y la voluntad elige. Es imputable como conducta en derecho penal todo lo que el hombre hizo voluntariamente y lo que voluntariamente no quiso hacer, en tanto sea o pueda ser socialmente nocivo.”
Ahora bien, dicho comportamiento tiene que estar vinculado con un resultado socialmente dañino previsto por el legislador o, por lo menos, con una puesta en peligro del bien jurídico. Esto implica algo determinante en el estudio del derecho penal: la causalidad no es suficiente para que un comportamiento sea penalmente relevante. Se requiere un análisis de criterios de imputación —en sentido dogmático— que permita atribuir ese resultado a una persona determinada.
Esta es la razón por la cual el Código Penal colombiano establece que “la causalidad por sí sola no basta para la imputación jurídica del resultado”, lo que nos lleva directamente al análisis de la imputación objetiva, donde se encuentra uno de los mayores bastiones de defensa frente al poder punitivo del Estado. En no pocos casos, las autoridades adelantan causas criminales basadas únicamente en la existencia de un resultado, cuando lo que debería evaluarse es si ese resultado puede ser jurídicamente imputado a la conducta de alguien.
En nuestra próxima entrada nos detendremos en el criterio de la imputación, ya no como un concepto procesal —como lo hemos abordado en entradas anteriores— sino como un problema sustancial: ¿cómo podemos decir que una conducta (acción u omisión) le corresponde a una persona en particular?
Nos leemos en la próxima.